El fútbol, ese juego que amamos tantos, no es solo un deporte. Es una danza compleja de decisiones, habilidades y sincronía colectiva. Y como entrenadores, muchas veces nos enfrentamos al dilema de cómo enseñar algo que ocurre dentro del juego… pero que no siempre se puede trabajar desde dentro del juego.
Una de las lecciones más valiosas que he aprendido como formador de entrenadores es que a veces es necesario aislar una parte del juego para mejorarla. Extraerla del caos real, despojarla de la presión, y tratarla con mimo, detalle y foco.
Recuerdo una situación con un grupo de jugadores que aún estaban desarrollando su coordinación. Al golpear el balón, el brazo contrario al pie dominante iba en una dirección completamente incoherente, lo que generaba pases fallidos. Al principio intenté corregirlo con tareas globales, dentro del propio juego. Pero el error persistía.
Así que opté por un enfoque más analítico. Lo que al principio me parecía una enseñanza fría y poco emocionante, se convirtió en una fuente de motivación para ellos. Ver que eran capaces de mejorar un gesto concreto les generaba entusiasmo. Se sentían capaces, progresaban y, sobre todo, disfrutaban del aprendizaje. Porque cuando algo sale bien, aunque sea una tarea técnica aislada, el cuerpo lo celebra.
Pero esta historia no termina ahí. Porque en la enseñanza no basta con que algo funcione en un ejercicio. El gran reto es que ese aprendizaje se transfiera al juego.
He visto propuestas de tareas que intentan forzar la cohesión defensiva con métodos tan artificiales como atar con cuerdas a los jugadores para que mantengan la distancia. Y aunque la intención puede ser buena, el problema es claro: en el partido real no hay cuerdas.
Los jugadores necesitan libertad para adaptarse, coordinarse, decidir, comunicarse. Y sobre todo, necesitan entender el “por qué” de lo que hacen. Atarlos físicamente puede dar una imagen de equipo ordenado, pero es una solución sin conciencia, sin pensamiento, sin aprendizaje real.
Por eso creo que la verdadera enseñanza está en el equilibrio entre la tarea analítica y el juego global. Primero podemos aislar lo que queremos trabajar, para que lo comprendan y lo dominen, pero después debemos devolverlo al contexto real, porque es allí donde tendrá sentido y donde el jugador aprenderá a decidir con libertad.
Y en ambos casos, hay un ingrediente que nunca puede faltar: el entusiasmo. Cuando enseñamos con pasión, los jugadores aprenden con ganas. Y eso marca la diferencia.